Agoniza el verano, ya amenaza el otoño con empezar a cambiar nuestro cálido clima, pero todavía resiste el verano a marcharse pronto, a modificar nuestros hábitos de calor y sol. Para mí, hay dos momentos que empiezan a marcar el final del verano: el inicio del curso escolar para nuestra infancia y juventud y el definitivo cambio de hora, que ya hace que anochezca casi a las 6:30 de la tarde. Por otro lado, todavía quedan algunas ferias que indican que es época veraniega, como la de Conil, que es casi de las últimas de la provincia de Cádiz (la última creo recordar que es la de Arcos, a finales de septiembre).
A estas alturas del mes, Chanquete ha muerto por vigesimotercera vez y se nos han caído dos lagrimones; hay aparcamientos en el pueblo, aunque todavía tenemos que dar alguna vuelta para encontrar uno. La hostelería ya no necesita urgentemente el uso y abuso de sus trabajadores, a sueldos y horarios que deberían revisarse para que todos salgan ganando, no solo el hostelero. Ya ha caído el primer chaparrón y todos hemos ido al lavacoches de Anillo a darle una pasadita; las otitis empiezan a disminuir, pero siguen invencibles las gastroenteritis. Ya conoces al 90% de los viandantes y casi eres capaz de recorrer con tu coche a las 11 de la noche la avenida del Mar sin detenerte en un paso de peatones.
A estas alturas, ya te cansa la canción del verano y ahora se han enterado de la letra tu padre y tu madre, que la tararean torpemente. No necesitas hacer cola para cenar, salvo excepciones, y los coches no inundan la barriada de Las Cunitas para cenar en El Campero. Por la noche tienes cerca una sabanita fina por si refresca, y ya han llegado a Ipasen los cheque-libros, que te apresuras en llevar a la librería de Juan, Rubén (en Barbate sin tilde) o Baldo. Aquellos de los que te despediste, ya sean familiares o amigos, llegaron a sus destinos y no los volverás a ver hasta Navidad, con suerte, o en algún puente, y en algunos casos hasta el próximo verano. Antes te han recordado, por decimoquinta vez, la suerte que tienes de no tener que coger el coche para ir a trabajar ni aguantar atascos (aunque aquí se coja el coche hasta para ir a por el pan) y que vives en el paraíso, haciendo uso de aquella frase que luce en algunas camisetas: "Yo vivo donde tú veraneas". Nuestras playas ya notan el descenso de visitantes; es difícil compaginar la vida laboral y de estudiante con los baños de mar y sol, aunque los más veraniegos siguen fieles a su cita con los dominios de Poseidón y Helios, hasta que el cuerpo, la climatología y los compromisos laborales aguanten el frenesí de arena y playa. Los kioscos ya tienen tachados la mitad de los helados en su cartelería porque se han agotado, y no se encuentran ni el Frigo Pie, ni el Frigo Dedo, y apenas el Magnum blanco, en los congeladores medio vacíos, donde hay más nieve que helados.
Cuando era más joven, estas fechas me provocaban sentimientos agridulces. Por un lado, la tristeza de ver cómo mi pandilla de madrileños, que solo veía en verano, partía tras dos meses de batallas en la arena, salidas nocturnas por el paseo, consumo de chucherías y confesiones amorosas. Ya las obligaciones laborales hacen que vengan poco por aquí Chuli, Chiqui, María, Marisol y Raquel, que estoy convencido de que siguen llevando a Barbate en su corazón. A eso se sumaba el inicio del colegio o el instituto, que siempre supone levantarse antes y acudir a clases que algunas veces se te hacían eternas. Por otro lado, la alegría y el momento dulce del reencuentro con aquellos amigos y amigas que veías menos y el comienzo de las actividades deportivas en equipos, donde pensabas que llegarías a ser Dražen Petrović, y a quien solo te parecías en mantener la boca abierta y soplar en los tiros libres.
Pues ya lo saben: cuando empecemos a calcular y discutir si se adelanta o se atrasa una hora, si dormimos más o menos; cuando te tomes el café y mires por la ventana y ya se haya hecho de noche; cuando escuches el ruido de las mochilas arrastrando sus ruedas por la acera de tu puerta; cuando empieces a guardar las mangas cortas y el bañador te resulte una prenda poco recomendada para salir a la calle, en ese momento sabrás que ya se fue el verano. Y en un pueblo con tanto encanto como el nuestro, resultará que solo quedaremos, pues eso, los de siempre...