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'El último verano' y el oscuro objeto del deseo

Catherine Breillat profundiza en un tema ya presente en otras muchas películas aunque desde una óptica inteligente que cuestiona los límites del deseo

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El último verano arranca con una conversación entre Anne, una abogada especializada en abusos sexuales, y una adolescente que ha sido violada. Las preguntas que le va haciendo ponen en evidencia que, aunque se trate de la víctima, la defensa intentará que se sienta culpable, por el mero hecho de ser mujer. En la siguiente secuencia acude a ver a su hermana, separada y madre de un niño pequeño al que cuida en el trabajo por culpa de su exmarido. Y concluye la introducción en su propio hogar: una gran casa en el campo en la que vive con su marido y dos niñas pequeñas adoptadas.

En apenas diez minutos lo sabemos todo de Anne: es una profesional de éxito y comprometida, pendiente de su hermana descarriada y entregada a sus hijas y a su matrimonio -él la supera en edad, pero ella le confiesa que siempre ha sido “gerontófila”-. Sin embargo, en medio de la feliz rutina se cuela un inesperado elemento discordante: un hijastro rebelde, caprichoso e inadaptado, dispuesto a reforzar esa imagen como consecuencia del castigo de volver a vivir junto a su padre.

La cineasta Catherine Breillat, reconocida en su día por la polémica Romance X, no oculta sus cartas. Todos sabemos hacia dónde va a conducir esa situación, pero lo hace desde un punto de vista inteligente, sujeto a la naturalidad y a la debilidad de las emociones, para así abordar los límites del deseo sin dar lecciones de moralidad.

Eso implica, por un lado, huir del morbo y de la provocación; y, por el otro, la construcción de una historia que bordea los terrenos del thriller para rendirse a la realidad de lo que nos cuenta y provocar en el espectador diferentes preguntas en cuanto a la ¿incestuosa?, ¿inmoral?, ¿inevitable? relación entre una mujer madura, que en el fondo ansía recuperar los latidos de la juventud -imitar a su propia madre-, y un joven descontrolado por la ebullición hormonal, que ha encontrado el paraíso abrazado al cuerpo de su madrastra; ajenos ambos a la posición de abuso dominante en la que incurren de motu propio.

Breillat no sólo lo hace creíble, sino que lo describe con elegancia, y apoyado en una maravillosa actriz llamada Léa Drucker -compruebo que la he visto en otras películas, pero nunca hasta ahora de forma inolvidable-, un entregado Samuel Kircher -recuerda al joven Björn Andrésen, objeto de deseo de Dirk Bogarde en Muerte en Venecia-, y un más que eficiente Olivier Rabourdin, el hombre de negocios que insiste en sostener su rutina frente a todo.

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