Sostiene un agudo periodista -Ernesto Ekaizer- que, a pesar de haber estado meses en la UCI, ha tenido mejor suerte, con el coronavirus, que el llorado José María Calleja, que el caso Kitchen es peor que el Watergate. El presidente Nixon mandó espiar y robar documentos del cuartel general del Partido Demócrata y le costó la presidencia de los Estados Unidos, tras las investigación periodística más sonada del mundo, porque los norteamericanos saben vender sus logros. El escándalo Kitcken se fundamenta en la corrupción institucionalizada del ministerio del Interior bajo la gestión de Fernández Díaz, que no ahorró medios humanos y materiales policiales y parapoliciales -sólo utilizar esta última palabra pone los vellos de punta, propia de países que se saltan el Estado de Derecho- con los fondos reservados para pagar confidentes y voluntades para tapar la corrupción.
“La que me está usted liando esta mañana” le dijo el juez García-Castellón a un comisario, Manuel Morocho, que investigaba los intentos del ministerio para que las fuerzas antes citadas sustrajeran, destruyeran e hicieran desaparecer las pruebas que inculpaban a altos cargos del gobierno y del partido de los populares en la corrupción. Ha revelado que lo quisieron comprar para que abandonara la investigación con ofertas tentadoras en el extranjero -Lisboa, Viena, Nueva York-. Consiguieron apoderarse de las anotaciones de Bárcenas con la contabilidad en negro y los sobresueldos del Partido Popular, asaltaron su domicilio con el chusco episodio del falso cura, contrataron un chofer que trabajaba como conductor y espía policial, destinaron a decenas de policías para seguimientos ilegales, trataron de borrar los nombres de los más altos jerarcas del partido -Rajoy, Arenas, Cospedal- de los documentos y un largo etcétera de irregularidades que hicieron exclamar al magistrado: “Me plantea usted un panorama desolador”.
Tan desolador como el abandono por parte del PP del pacto antitransfuguismo, que garantiza la limpieza en el comportamiento ético de los concejales y diputados en la vida pública, tan deplorable como los intentos malintencionados, adobados de ignorancia, para poner en la palestra una imposible implicación del Rey Felipe VI en la concesión de unos indultos que son competencia exclusiva del gobierno y que el Rey sanciona con la misma responsabilidad -que es ninguna- que la Reina Isabel II lee el programa de gobierno del gabinete de turno del Reino Unido.