Samuel Beckett: 'Textos para nada'

Publicado: 03/10/2022
Autor

Carlos Manuel López

Carlos Manuel López Ramos es escritor y crítico literario. Consejero Asesor de la Fundación Caballero Bonald

El sexo de los libros

El blog 'El sexo de los libros' está dedicado a la literatura desde un punto de vista esencialmente filosófico e ideológico

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Estaríamos ante una literatura de la no-palabra pero en la que es imposible dejar de hablar.
La nada es un tema antiguo, filosófica y científicamente, y se ha hablado tanto de ella que  parecer ser algo. Ha estado siempre presente tanto en el pensamiento occidental como oriental y ha sido concebida de diferentes maneras, por lo que podría hablarse de “las nadas” mejor que de “la nada”.

La lista de los pensadores occidentales es larga: Parménides, Leucipo, Demócrito, Platón, Aristóteles. La nada, el vacío y el no-ser son  conceptos distinguibles sin demasiadas sutilezas. En las culturas orientales, la filosofía china, el taoísmo, las filosofías india y budista construyeron sus visiones de esa nada siempre evanescente y escurridiza.

En el terreno científico, las matemáticas y la física discurrieron sobre el inquietante misterio de una nada para la que resultaba difícil hallar una definición satisfactoria, tal vez porque, como argumentaba Henri Bergson, el problema del no-ser es una ilusión del lenguaje y el lenguaje nos induce a error haciéndonos pensar que la nada puede ser, y que hay más en la idea de la nada que en la del ser, porque la nada siempre es considerada sólo como una superposición del ser y vendría a reemplazarlo. En otras palabras, la nada incluye tanto la idea de nada como la de ser, lo que la convierte en algo más que el ser.

Fue el movimiento existencialista el que, en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, puso de moda la nada, que llegaría a causar furor en los ámbitos intelectuales como así mismo entre una juventud rebelde que protestaba contra los horrores de la pasada contienda. No sólo fue la nada; también se pusieron de moda la angustia vital y el sinsentido de la existencia,  sobre todo en el París de los barrios bohemios en cuyas caves Juliette Gréco creaba ambiente con sus melancólicas canciones. El existencialismo fue vanguardia sociocultural, y Francia, como siempre, supo venderlo muy bien internacionalmente.

Los orígenes del existencialismo se remontaban al siglo XIX, con Kierkegaard, Dostoievski y Nietzsche, entre otros; pero ya Pascal (siglo XVII) era reconocido como un precursor de esta corriente ideológica. En el siglo XX, los dos máximos representantes de esta filosofía fueron Heidegger (“¿por qué hay ente y no más bien nada?)   y Sartre.  

Samuel Beckett (1906-1989) fue un dramaturgo,  novelista, crítico y poeta irlandés relacionado  con la tendencia existencialista sin que por ello deba ser considerado un miembro de la  misma. Escritor esencialmente experimental, se le suele encuadrar en el  contexto del “modernismo anglosajón”; y, en cuanto a su dramaturgia, en el Teatro del Absurdo, aunque ya se sabe que todos los encasillamientos son bastante discutibles o, al menos, seriamente matizables.

Sí es evidente que la producción literaria de Beckett se centra en el deterioro, el derrumbamiento y la ausencia de sentido de la vida humana; una vida sobre la que pesa (para los no creyentes) el destino inexorable de disolverse en la nada. Las novelas, relatos, piezas teatrales y poemas del irlandés presentan una atmósfera asfixiante, viciada, opresiva, con unos personajes locuaces que cuentan historias, la mayoría de las veces en el registro de lo incoherente y lo insignificante, anécdotas para pasar el tiempo pero que derivan en monólogos infernales. Estas historias, sin embargo, son finalmente generadoras de sentido y expresan algo de la vida sin decir nada o muy poco en el seno de una estética del confusionismo generado por la ingente cantidad de posibles interpretaciones. La realidad es desconcierto y el arte consiste en acercarse a ese desconcierto...

Beckett se inspiró mucho en la pintura abstracta. Recordemos la frase de Malévich: “la geometría es la apariencia convencional de figuras inexistentes”. Representar el mundo es una empresa quimérica. Así, el arte ha de repudiar  la  intelección y la lógica; y ha de ser no programática. En Beckett las imágenes desplazan al pensamiento y son libres respecto a la construcción de un sentido, aunque, paradójicamente, puede surgir un sentido del sinsentido que conduzca a una praxis inteligible del absurdo.

Formalmente, este planteamiento le llevó a una radicalización del lenguaje que evitara cualquier reacción emocional, cualquier tentación de sentimentalismo. Ludovic Janvier subraya la indestructibilidad del deseo de hablar, la obligación de hablar... La forma misma se convierte en el eje del discurso porque existe independientemente de la materia que alberga. Se trata de encontrar una forma que asuma el desorden: un proceso de reducción y abstracción de la escritura que incremente su poder evocativo, musical o visual. La música también ejerce su influencia en la escritura de Beckett, la cual se transfigura en un metalenguaje como lenguaje descuartizado cuyo  objetivo es cuestionar la posibilidad de la narración, al tiempo que asistimos a la  descomposición del ‘yo’ y al rechazo de la interioridad psicológica. El lenguaje admite su impotencia para describir la realidad y dar cuenta de sí mismo, el ‘yo’ es un sujeto gramatical sin sustancia psicológica, el habla se destruye. La culminación de este proyecto es su novela El innombrable (1953).

Estaríamos ante una literatura de la no-palabra pero en la que es imposible dejar de hablar. Una  progresiva labor de desmitificación de la literatura poniendo en crisis el original, el estilo y el lenguaje: en las novelas y cuentos de Beckett generalmente nada sucede, salvo la realización del texto. Todas las novelas son la misma novela; todos los relatos son el mismo relato; todos su dramas son el mismo drama (Esperando a Godot); todos sus poemas son el mismo poema.

Murphy, Watt, Mercier y Camier, Molloy, Malone muere, El innombrable... Todas son la misma narración en una línea de Work in Progress (‘trabajo progresivo’, como en el caso de Joyce o Juan Ramón Jiménez), nunca terminado, sobre el desarrollo de un lenguaje que se auto-desmitifica pero que es imparable y siempre dinámico desde el punto de vista creativo.

Textos para nada es una colección de escritos —trece en total— primeramente redactados en francés, en 1950, y pre-publicados parcialmente en el nº 3 de Les Lettres Nouvelles en 1953, y, luego, en Monde Nouveau / Paru, en mayo-junio de 1955. En este año de 1955, en Les Éditions de Minuit, apareció un volumen que incluía tres narraciones cortas (nouvelles) —L’Expulsé (El expulsado, 1946), Le Calmant (El calmante, 1946-1947) y La Fin (El final, 1945)— además del mencionado conjunto Textes pour rien, en el que el autor considera el problema de la identidad del ‘yo’ humano desde el interior. El ‘yo’ que escribe es tanto observador como observado; y la pregunta es: ¿cuál es el verdadero? Beckett aquí busca la sustancia de ‘yo’ que se manifiesta como un flujo constante de pensamiento y contemplación del ‘yo’. Por lo tanto, para captar la esencia del ser, Beckett trató de captar la esencia del ser en la trayectoria de conciencia que es el propio ser.

Próximos a una versión especial de nihilismo hiperactivo, lo Textos para nada son una tentativa de aniquilar ese callejón sin salida que se configura cuando ya no hay nada que decir. Ludovic Janvier explica que estos textos no son para nada sino que en ellos la nada es un sujeto. El camino hacia la nada de Beckett es un camino de puro lenguaje, lo que no significa que la nada pueda identificarse con el lenguaje, ya que entonces sería algo.

En estos textos surge la voluntad de acabar del todo, de la clausura definitiva: “Me siento lejos de esas historias, no debería ocuparme de ellas, no necesito nada, ni ir más lejos, ni quedarme en donde estoy, todo me resulta verdaderamente indiferente. Debería volverme, del cuerpo, de la cabeza, dejar que se arreglen, dejar que se acaben, no puedo, sería necesario que sea yo quien se acabe” (I).

La nada es percibida a través de una falsedad absoluta: “...todo es falso, no hay nadie, está claro, no hay nada, basta de frases, seamos burlados, burlados por los tiempos, por todos los tiempos, esperando que pase, que todo haya pasado, que las voces callen, no son más que voces, embustes” (III).

No quedará nada ni nadie. La extinción es silencio en un tiempo confuso: “Deja todo eso, querer dejar todo eso, sin saber lo que quiere decir, todo eso, está dicho de pronto, está pronto hecho, en vano, nada se ha movido, nadie ha hablado. Aquí, aquí no sucederá nada, aquí no habrá nadie en mucho tiempo” (III).

No hablar ni escuchar. La incierta probabilidad, seguramente ilusoria, de disminuir el sufrimiento: “A veces oigo cosas que por un instante me parecen justas, y por un instante lamento que no me pertenezcan. Después, qué alivio, qué alivio por saberme mudo para siempre, si al menos no sufriera por ello. Y sordo, creo que sordo sufriría menos, ser mudo, eso sí, qué alivio, no cargar con eso en la conciencia” (V).

El deseo de que todo termine, como un mal sueño, un horror no por soñado menos directamente nocivo: “Instantes de duda, más escasos que frecuentes, si tuviera que escoger, y pronto superados, en provecho del verdadero argumento, del cual todo depende en primer lugar, después mucho, poco nada, después después. Esto es, fárrago, ponte a mi alrededor, avalancha, que ya no se hable de nadie, ni de un mundo por abandonar, ni de un mundo por alcanzar, para terminar de una vez, con los mundos, con las personas, con las palabras, con la miseria, con la miseria” (IX).

Todos los textos componen un discurso continuo que emite el mismo personaje que es el único personaje que habla sobre lo mismo en toda la obra de Beckett, aunque esto no excluya la diversificación estructural de sus producciones. Como dijo Henry Miller en su Trópico de Cáncer (1934): “el caos es la partitura en que se escribe la realidad”.    

  

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