En mi infancia el champú se compraba en rombos y era de huevo. Se guardaba en un tarro grande de vidrio que se abría cada vez que alguien lo pedía en la droguería, en general una vez a la semana. Para la colonia se traía el frasquito y con un embudo se te rellenaba. No había gel, sino pastillas de jabón.
La harina se vendía en cuartos, medios o kilos si era para pestiños y se envolvía en papel estraza. El pan se compraba en la panadería y era todo de masa madre. A las papeleras del colegio no acudían las gaviotas porque no había nada que llevarse. La gente no hacía la compra del mes, ni la de la semana, se compraba para dos, tres días y los que ganaban menos para el mismo día. Todos los padres trabajaban y la mayoría de las madres eran amas de casa. El sueldo llegaba justito o no llegaba y había que pedir fiado en el ultramarinos, en eso estos tiempos se le parecen, pero el supermercado cobra al contado y están empleados los dos miembros de la pareja
Los precios de las hortalizas, las legumbres, el pan, la carne y el pescado no paran de subir.
Cuando se desinfló la burbuja inmobiliaria, los inversores invirtieron en alimentos, mala noticia querer enriquecerse con las cosas de comer y no con el caviar precisamente.
La sequía es un problema grave a nivel mundial, lo que repercute en todos los precios. En Argentina están desesperados y los cultivos de soja, principal alimento del ganado han sufrido un descenso notable. Eso quiere decir que la carne va a subir aún más.
En la tele no paran de poner series distópicas de un futuro cercano donde todo está seco, arrasado y la esterilidad se ha generalizado. Dan más miedo aún que los telediarios y siento por ellas una profunda animadversión, no entiendo a los que las ven, más sí pretenden ser premonitorias.
Fíjate si serán terribles que producen nostalgia de los sesenta y setenta, con su baby boom, sus casas de vecinos y esa mesa redonda con todos comiendo unas papas con chocos, que llevaban sobre todo papas.