Joe Bossano
Yo tenía preparadas veinte preguntas para que me hablara de cuando fue ministro principal de Gibraltar, luego ?como sigue siendo actualmente? como jefe de la oposición, sobre qué era el sentirse gibraltareño, sobre sus peripecias personales y familiares y sobre algunos políticos españoles...
Cuando llamé para concertar la cita, él mismo levantó el auricular después de que sonara varias veces con ese sonido peculiar de llamada hecha al extranjero. Fue un viernes por la mañana. A las diez. Era una mañana luminosa de poniente. Los paños de las banderas española y británica estaban bien extendidos y tersos y chasqueaban por sus bordes libres como un látigo por la acción del viento. Los policías nacionales y los bobbies se aplicaban a control de la documentación con la desgana que nace de la mezcla de monotonía y rutina. Tuve que parar en el semáforo del aeropuerto para que aterrizara un avión procedente de Londres. La aeronave levantó el morro y posó primero las ruedas del tren de aterrizaje trasero levantando algo de humo al contacto de los neumáticos con la piel rugosa de la pista; luego descendió el morro y sonaron de manera ensordecedoras los motores con el giro invertido para frenar. Los timbres alertaron del fin de la operación, y la barrera fue levantándose con pereza hasta alcanzar su perpendicularidad acostumbrada.
La sede del GSLP estaba en un bloque de oficinas. Me abrió una señora que me indicó, girando y elevando el mentón, dónde estaba el despacho del señor Bossano. “Buenos días señor Bossano”. Me ofreció una taza de café, no sin advertirme previamente de que era de una calidad más que dudosa. Estaba sentado en un sillón negro típico de oficina, la mesa llena de carpetas y documentos sueltos y en la pared una bandera de Gibraltar. “¿De qué periódico me dijo que era?”. Le expliqué que no tenía que extenderse en sus respuestas porque la entrevista iba en la contraportada del periódico del domingo y teníamos poco espacio. Inmediatamente me di cuenta de que la amplitud de sus respuestas sería la que él quisiera. Así que encendí la grabadora y me relajé sentado en otro sillón muy próximo al suyo.
Me contó que había sido evacuado de Gibraltar, junto con su madre, durante la Segunda Guerra Mundial; que cuando los sondeos le daban como ganador de las elecciones y sería el primer socialista que dirigiría los destinos de la colonia, la CIA le hizo una visita para tantearlo y conocer la profundidad de su socialismo. También lo invitaron a visitar los Estados Unidos. La Agencia se quedó tranquila porque pronto se dio cuenta de que su socialismo era de rostro humano y alejado de cualquier veleidad revolucionaria.
Luego me habló de la alta estima en que tenía a Fernando Morán y la amistad que había trabado con él durante el tiempo que fue inquilino del palacio de Santa Cruz. Tan buena sintonía alcanzaron, que una vez que Morán visitó el Peñón, ambos políticos terminaron su amena charla a altas horas de la madrugada en el bar de un hotel, entre una neblina que emergía de los recuerdos, la bruma de la playa cercana y los tragos largos consumidos hasta esa hora. A Peter Caruana lo tenía conceptuado como un ser ontológicamente leve, sin ideas y con la brújula política estropeada.
Y me habló también de sus visitas al comité de descolonización de los 24 de las Naciones Unidas y de sus intervenciones para defender la soberanía y la independencia de Gibraltar. Y lo hacía con la convicción de que nadie mejor que él podía desempeñar esa tarea.
Por eso, cuando leo en este periódico que se ha pasado por los túneles de su entrepierna al mismísimo Caruana y se ha marchado a Nueva York para seguir defendiendo en aquel comité de los veinticuatro sus ideas libertarias sobre Gibraltar pese a que esa misión le correspondería al Gobierno de la Roca, me ha venido a la memoria sus gafas de concha negra enmarcando una alta miopía, el bigote subrayando su prominencia nasal, su rala cabellera y, sobre todo, su decidida actitud a hacer en cada momento lo que le dé la real y graciosa gana.
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