El mal supremo es pues el abandono del Sagrario por parte de los creyentes, e incluso muchas veces por parte de los propios sacerdotes que lo custodian. Es el mal que reúne en sí todos los males. En este mal se recapitulan todos los males descritos por el Evangelio: La no acogida por parte de los habitantes de Belén, el intento de asesinato por parte de los nazarenos, la huída cobarde de los discípulos en la noche. Aquello mismo que Juan describe con una frase terrible en su Prólogo: “Vino a los suyos y no lo recibieron”.
Conozco a un sacerdote que se convirtió delante de un Sagrario solitario al recordar la frase del salmo 68, que tantas veces había escuchado en el Seminario: “Esperé quien me consolara y… no lo hallé”. Frase que encierra las infinitas ganas de querer de Jesús Eucaristía y la angustia también infinita por no encontrar quien quisiera ser amado por Él. Cristo no vacila en venir a mi pobre casa, a mi alma para que lo pueda llamar mío, mío…, huésped mío, manjar mío, vida de mi vida; tan cerca de mí y tan al alcance de mi mano. Jesús, amante derrochador, generoso, espléndido, que se me da entero cuando yo lo busco. ¿Me va a regatear algo cuando busco su sombra, su auxilio,… si me ha dado su propia carne y su misma sangre?