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Costa Occidental

Isla Cristina: las costureras de la ilusión

Cuando llega ‘febrerillo el loco’, Isla Cristina ya respira Carnaval por todas partes. Lo que solo el isleño sabe es que el trabajo callado ha comenzado meses antes, eligiendo el ‘tipo’, componiendo letras y músicas, y con manos expertas que confeccionan los disfraces: las costureras

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  • Un taller en los años 40 -

Cuando se aproxima ‘febrerillo el loco’, Isla Cristina ya respira Carnaval por sus cuatro puntos cardinales. Lo que solo el isleño sabe es que el trabajo callado ha comenzado meses antes, eligiendo el ‘tipo’, componiendo letras y músicas que ensayan hasta la saciedad, finalmente entran en juego manos expertas que confeccionan los disfraces para agrupaciones, reinas y damas de honor, son las costureras.

La manifestación más popular y multitudinaria de Isla Cristina es su Carnaval, declarado por la Junta de Andalucía como Fiesta de Interés Turístico Andaluz y que, desde siempre, ha atraído a miles de curiosos de otras poblaciones, provincias y Portugal, que con el paso de años, se han ido convirtiendo en verdaderos admiradores de lo que aquí se piensa y hace, aprendiendo a valorar el arduo trabajo que hay tras cada disfraz.

La maquinaria carnavalera resucita cada año tras el verano pero, es en torno a la festividad de la patrona de la localidad, la Virgen del Rosario, por octubre, cuando el director se junta con el letrista, se inicia la temporada de fichajes de nuevas voces y el que juró no volver a pisar las tablas, ya pregunta “de qué salimos este año”. Esto en “teatro” porque “la calle” tarda un poco más en arrancar, a fin de cuentas no están obligados por el ensayo de los repertorios, aunque una vez que empiezan a coser, ya no paran.

En Isla Cristina siempre han existido las costureras o modistas. Las fotos en blanco y negro de talleres regentados por mujeres que, con más o menos fama, “cosían para la calle”, se desempolvan de los cajones para recordar aquellos tiempos de camaradería entre compañeras de aguja y dedal. Entonces se confeccionaban trajes para caballeros y vestidos para señoras, bien, para estrenarlo en las fiestas veraniegas del Carmen o el del día más importante de sus vidas, la boda.

A medida que los grandes almacenes y pequeños comercios locales, con sus diteros, comenzaron a surtir las mismas prendas a precios mas competitivos, los talleres fueron desapareciendo paulatinamente, otros perduraron adaptándose a confecciones del hogar y, también, gracias a la ayuda económica que suponía la llegada del carnaval. Cientos de disfraces de comparsas, murgas y grupos de cabalgata buscaban las mejores agujas para garantizarse los premios.

Uno de esos talleres lo dirigía Engracia González ‘La Cartera’, quien durante muchos años realizó miles de disfraces para grupos de calle o cabalgata, además de los encargados por el ayuntamiento para sus damas de honor y reinas. Asimismo, todo un vestuario para los ‘shows’, representaciones teatrales en forma de musicales, interpretados por ambas Cortes de Honor, la juvenil e infantil, que impresionaban por su majestuosidad, colorido y derroche de presupuesto para una única función que ideaba el polifacético artista local Horacio Noguera.

Hasta el taller de Engracia llegó, con tan solo doce años, una jovencita humilde y tímida, Angus Zaiño Montenegro, quien recuerda abandonar el colegio y su madre insistirle en que hiciera “algo de provecho”. Comenzó marcando las telas, sobrehilando y creando ojales para, una vez alcanzada cierta perfección, además de la confianza de la dueña, “atendía el teléfono, cogía los encargos y me dejaba coser los trajes”. Angus dice que lo que más le gustaba, “antes de meternos con el carnaval”, era hacer los trajes de novias, era su devoción, “en cinco días lo teníamos listo para la prueba”. Aún hoy día, aquellas novias, hoy abuelas, paran a Angus en plena calle para recordárselo con nostalgia.

El auge del carnaval isleño, con la creación de nuevas y numerosas agrupaciones, como las comparsas, murgas y algún que otro coro, así como los grupos de cabalgata y calle, necesitaban de costureras que en poco tiempo, desde que se conocía el diseño, confeccionaran los disfraces. Angus rememora aquella primera vez que Engracia aceptó el encargo de una comparsa isleña, “teníamos poco tiempo para hacer veinte disfraces, era una locura, pero lo hicimos”. Luego vendría el ayuntamiento que les confiaría los vestidos que necesitaban las diferentes damas, juveniles e infantiles, así como sus respectivas reinas, para las galas de coronación y ‘shows’.

Angus, con el paso de los años, a los veinticinco, montó su propio taller y recuerda con cariño uno de los disfraces mas meticulosos y trabajados, los de la comparsa de José Antonio Casado Carrillo, “El Pintao”, con su “Duendes de Cristal” (1985), debido a los cientos de espejos que fueron pegados sobre el traje, uno a uno, consiguiendo un espectacular efecto de reflejos en la sala cuando se les proyectaba luz frontal. A ella, el ayuntamiento le confiaba los disfraces de la reina infantil y su corte, aunque como ella apostilla, “no eran disfraces, sino trajes diseñados por Horacio hasta el mas mínimo detalle y aunque daba mucho trabajo y nos traían el boceto veinticinco días antes de la coronación, la satisfacción era enorme porque lucían mucho sobre el escenario”.

Desde hace años, Angus ya no cose debido a sus dolores de cervicales provocados por la que ha sido su profesión y devoción durante toda una vida, aunque el “gusanillo” sigue recorriendo su cuerpo cuando llega febrero. “Es ver las banderitas de colores por la Gran Vía y me acuerdo de cuando cosía, hacíamos las pruebas de los trajes con las damas honor, acompañarlas desde el ayuntamiento hasta el teatro donde les terminaba de poner los lazos para luego sentarme en el patio de butacas y ver la coronación”.

Angus se emociona cuando una de esas niñas o mocitas, ahora casadas o abuelas, coincide en plena calle y les recuerdan que fue ella quien les confeccionó su traje de boda o dama de honor infantil y charlan de aquel año. La modista, entonces, se esfuerza para tratar de recordar uno de los cientos de trajes que ha cosido en toda su vida, a veces lo consigue, otras no, pero al fin y al cabo, orgullosa de todos ellos, “ya no coso, señora, les tengo que decir a chicas o mujeres que vienen todavía a mi casa”, orgullosa de que aún se acuerden de ella.

Ahora Angus sigue participando del carnaval pero como mera espectadora, echa de menos la emoción que sentía al llegar una nueva fiesta, de cuando Horacio llamaba a su puerta con los dibujos de los trajes y le “metía prisas”, de acostarse a las doce de la noche, tras un día entero de costura, y levantarse a las cinco de la madrugada para repartirle a “sus chicas” el trabajo de la jornada siguiente, de pruebas y más pruebas, y sentir nervios cuando se abría el telón del Teatro Gran Vía y sonaba la música de la coronación.

El aplauso final del respetable era el premio que diluía el insomnio y dolores de dedos y cervicales, la recompensa al trabajo bien hecho por una fiesta en la que se involucra todo un pueblo.

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