La cosa comienza así: te preseleccionan para un puesto de trabajo relacionado con el sector energético, realizas un cursillo, lo superas y entras a formar parte de la plantilla de la empresa. Las condiciones laborales son aceptables: sueldo fijo -de donde, eso sí, debes abonar gastos de dieta y desplazamiento- y una comisión por cada uno de los clientes que obtengas para la prestación de servicios de la firma.
El producto es novedoso, atractivo y dirigido a empresas de la provincia, no a particulares, lo que también supone una ventaja. Cada comercial ha asumido una zona concreta y el trabajo da buen resultado durante los dos primeros meses. Al tercero, la dirección los convoca a una reunión y les marca nuevos objetivos, al alza, por supuesto.
Cuando acaba el mes, y ante el fracaso generalizado en la obtención de los objetivos, la empresa decide no renovar sus contratos -llegan las navidades, hay muchos días de fiesta y es difícil encontrar en las oficinas a los gerentes de entre sus potenciales clientes- y les emplaza para el mes de enero. Con el nuevo año les comunican que puesto que los resultados no han sido los esperados han decidido no renovarles en las condiciones originales y, a aquellos que estén dispuestos a seguir desempeñando el mismo trabajo, les ofrecen la posibilidad de convertirse en autónomos y establecer con ellos un contrato mercantil desde el que se les remuneraría la correspondiente comisión. No hay fijo ni pagos de dietas, sólo una estricta relación comercial. A algunos no les salen los números y desisten, no sin antes contar con la opción de que si encuentran a alguna empresa interesada en los servicios en cuestión, puedan ponerlos en contacto directamente con la dirección para formalizar el contrato, en cuyo caso podría producirse algún tipo de compensación económica.
Que se sepa, nadie ha aceptado. Esa, al menos, entiendo, era la intención o la esperanza, la consecuencia directa de una maniobra redonda, puesto que la empresa ha logrado en apenas tres meses una importante cartera de clientes, asegurarse la prestación de servicios a los mismos durante un mínimo de un año y abrir ahora una nueva convocatoria de empleo con la que, presumiblemente, repetir la jugada. De hecho, ya han anunciado la expansión del negocio a otra provincia andaluza donde no cuesta imaginar que emprenderán la misma táctica con quienes respondan a sus ofertas de empleo, sigan sus cursos de formación y acepten las acordes condiciones de empleo sustentadas en el atractivo servicio que están a punto de introducir en el mercado.
Ha ocurrido aquí cerca, y puede estar ocurriendo en muchos otros sitios de España, en los que, con la crisis como coartada y la necesidad ajena como fuente de aprovechamiento, han empezado a surgir empresas dispuestas a hacer negocios de forma legítima, pero con una carencia de escrúpulos que, por encontrarnos en la situación en la que nos encontramos, parece estar justificada, cuando en realidad más bien parece premeditada y de una gravísima insolencia.
Lo explicaba hace unas semanas Marcos de Quinto, el presidente de Coca Cola en España, y vuelvo a tomarle la palabra: “la crisis no es una oportunidad, la crisis es un drama”; y aún así preferimos la vertiente antropológica, la que sacia otra necesidad, inculcada en este caso durante los años de la opulencia y el ladrillo, cuando éramos osados hasta el insulto y siempre había alguien que nos reía las gracias. Una necesidad casi vampírica que hoy día obliga a muchos de aquéllos a emprender este tipo de prácticas indecorosas y efectivas como el camino más inmediato para mantener o recuperar un status que a nivel de conciencia moral dejó de cotizar hace bastante tiempo.
Y me repito a mí mismo: “la crisis no es una oportunidad”, aunque muchos la estén aprovechando como tal; “la crisis es un drama”, para una amplia mayoría. Dicho queda. Tan solemne como infructuoso, tan doliente como inevitable. Asentimos. Es lo que hay. Mientras tanto, las distancias que separan la oportunidad del drama se van incrementando, en la misma medida en que la brecha social acentúa sus estigmas olvidados, como si, rendidos, sólo quedaran fuerzas para claudicar: “Aquí tienen nuestra sangre”. A mí me hierve. Espero que a ustedes también.