A veces estamos tan embarrullados con nuestras propias neuras y contradicciones, que sólo la mirada de alguien de fuera nos puede ayudar. Eso pensé cuando leí hace unos días la historia de Toru Arakawa, un japonés de setenta años que, motivado por un reportaje sobre los muertos que siguen enterrados en fosas comunes por toda España, ni corto ni perezoso decidió documentarse y venir a nuestro país para colaborar en las exhumaciones. Bueno, en este caso, coincidirán conmigo en que es algo más que una mirada. Este hombre no hizo una tesis más sobre la guerra civil, hizo algo más importante: fue capaz de identificarse con las heridas no cerradas de las familias que reclamaban saber dónde estaban sus seres queridos, de ayudar en su búsqueda y de conmoverse con sus historias.
Cuando en Japón le preguntan por qué siguen en fosas comunes tantos años después de la muerte de Franco, no sabe qué responder, él tampoco lo entiende. Pero, ¿es que alguien tiene una respuesta lógica a esta pregunta?
Veamos: el 18 de julio de 1936 un levantamiento militar contra la República desembocó en una guerra civil en la que, como todas las guerras, mucha gente inocente fue víctima de represalias, persecuciones y rencillas. Pero, por si a alguien se le hubiera escapado este pequeño detalle, que hubiera excesos en ambos bandos no coloca a la República (el régimen legítimamente constituido) y a Franco y otros jefes militares al mismo nivel moral, máxime cuando ellos idearon y llevaron a la práctica un plan de exterminio de sus opositores, haciendo desaparecer a decenas de miles de personas.
No hablamos, además, sólo de la guerra civil, sino de cuarenta años de dictadura, durante los cuales continuó la represión y se violaron sistemáticamente los derechos humanos. Una dictadura que se encargó además de rendir honores a sus muertos y enterrar en el olvido (literalmente) a los muertos del bando perdedor.
Ahora, un juez, Baltasar Garzón, cid campeador de la justicia para algunos, juez estrella para otros (me da igual, me importan más los hechos), encara un problema que ni el poder ejecutivo con una ley de la memoria histórica que no termina de desarrollar, ni otros versados jueces, fiscales y expertos, han sabido afrontar. A raíz de denuncias presentadas por asociaciones de la memoria histórica, ordena que se inicien las exhumaciones de los cadáveres de diecinueve fosas comunes, en un auto en contra el régimen franquista por supuestos crímenes contra la Humanidad perpetrados entre 1936 y 1952.
La polémica está servida. Los argumentos de quienes se oponen al auto son de toda índole. Unos se internan en todo tipo de vericuetos técnico-jurídicos, considerando no competente al juez Garzón.
Otros alertan sobre el peligro de revivir los demonios del pasado y que eso va en contra de la conciliación nacional sobre la que se basó la Transición.
Otros, más audaces, nos dicen que las batallitas del pasado ya no nos interesan, presentándose además como adalides del futuro y del progreso. Y quizá no les falte razón. Un futuro y un progreso, que al parecer, debe construirse sobre la ignominia y el olvido.
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