Cuando no hay palabras, queda la música. Cuando tu garganta se hunde, explota sin poder gritar o se calla como los libros cerrados, están los acordes que nunca compondrán tu mano. Suenan ahora mientras escribo: un poco de Bunbury, un poco de Tiziano Ferro, un poco de Loreena McKennit. La canción de Sting “La esposa del pirata” suaviza mis inquietudes. Música a un tiempo belleza y alfiler; rara mezcla, poco saludable, sin la que no he podido vivir. Pues sin ella soy mi extraño. Con ella mi extrañeza adquiere nombre, precisión. Color. Decoloración. Estoy vivo y esas músicas me duelen, alientan la detención, la reflexión. Son la morfología invisible de los errores y de las esperanzas, cada vez más desprovistas de imaginación. Cada vez más realistas.
Dice Tiziano Ferro: “Soy un gran falso cuando finjo alegría; un gran desconfiado cuando finges simpatía. Observaba la vida como la observa un ciego. Me siento como quien sabe llorar todavía, de noche, a mi edad. El error inicial fue quererlo todo. Quien no tiene una vida, sueña. Y a fuerza de soñar, se confunden noche y día.”
Vida tenemos. Nos ha sido dada, aunque no hecha. Así pues, algo diferente a que “tengamos” vida es que “seamos” vida. Y esta diferencia resulta difícil de discernir porque no puede explicarse recurriendo a la gramática ni al convencionalismo del pensamiento. Ha de sentirse.
Más aún: ha de querer sentirse. Más aún: ha de necesitarse percibir ese sentimiento. Tal vez la muerte en vida consista en la incapacidad de acceder a esa necesidad. El ser no pertenece a nada. Todo lo que podemos decir de él es que su territorio está donde se halle la emoción. Pero no la emoción falsificada por la creencia de que todo lo podemos o sabemos. Antes al contrario, se trata de la emoción por la vida en sí, enfrentada incluso a la cultura en que ha de desenvolverse y crecer. Sabe mucho más quien, al despertar, reconoce que todavía es un ignorante, un ser perplejo ante la brutalidad humana o la cruel sutileza, la necedad del poder, la incertidumbre de la existencia y la ardua experiencia del amor maduro. El ser es esfuerzo, y el esfuerzo nunca acaba.
En “Utopía” Tomás Moro describe un país donde los hogares no tenían dueño: cada año las casas, construidas sin distinciones arquitectónicas y dispuestas en el espacio para tomar la luz del sol, se sorteaban entre todos los habitantes sin excepción. Debían aprender agricultura desde pequeños. La jornada laboral duraba tan solo seis horas. El tiempo restante debía dedicarse al descanso, al cuidado de niños y ancianos, y a cultivar las artes, el estudio, las matemáticas o el juego del ajedrez, según las vocaciones personales.
Era una sociedad de hombres y mujeres que labraban la tierra para obtener de ella sustento, y que no descuidaban el aprendizaje del espíritu. Moro imaginó un modo de vivir cohesionado, no a partir del Príncipe, su Corte o pretendientes, sino de individuos que habían descubierto el modo de coexistir sin aislarse. Y lo ponían en práctica sin la menor dificultad. ¿A que ninguno de nosotros sería capaz?
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