No es la primera vez que lo afirmo, ni es, por supuesto, un descubrimiento que yo pretenda atribuirme. ¡Faltaría más! Ni mi estupidez, ni mi vanidad llegan a tanto. Simplemente me hago eco de un hecho constatable y constatado. El Estado del Bienestar, como gran logro de la Europa de Occidente, está en vías de extinción. Un proceso que empezó a fraguarse allá por la década de los 70, como consecuencia de la primera gran crisis del petróleo, cuando por aquí por España el común de la ciudadanía no tenía ni idea siquiera de qué era exactamente eso.
No es fácil explicar las razones del fracaso de un modelo del que hasta no hace mucho los europeos nos vanagloriábamos. Porque nunca es atribuible a una sola causa un cambio social o económico, sino a la coincidencia de varias en un determinado momento histórico con un mayor o menor grado de protagonismo cada una de ellas.
Aunque no parece que vayan muy mal encaminados aquellos que miran con recelo hacia el fenómeno de la globalización como detonante, una vez que el muro de Berlín se vino abajo. Dicho sea esto desde una perspectiva, esta que asumo, que da por superado, aunque no amortizado, el análisis marxista y neomarxista de nuestra realidad y no utiliza como contrapunto una visión nostálgica, ni muchísimo menos, de lo que había al otro lado del telón de acero, ni siquiera en su versión más idealizada.
La competitividad, señores, he aquí la cuestión, la piedra angular del sistema, la madre del cordero. Y he aquí también –en mi modesta opinión– la raíz de un problema, que, en honor a la verdad, no es en esencia estrictamente económico, sino cultural, o moral, si lo prefieren. Mas no se preocupen que no es mi intención hacer de este artículo una homilía, ni nada por el estilo.
Estoy plenamente convencido de que en la primacía que otorgamos a ese valor, por encima de otros muchos valores, está el origen de la mayoría de nuestros males. Pues equivale a sacralizar la ley del más fuerte, del más listo, del más apto, aunque, eso sí, edulcorada con la caridad de rigor que la religión, ¡válganos Dios!, proclama, para que la cosa no resulte más inhumana de lo preciso.
Al paso que vamos, y si no se le pone remedio, terminaremos todos, bueno no todos, sino la mayoría, trabajando y viviendo en las mismas condiciones en las que trabaja y vive la mayoría también de la gente allá por el sureste asiático, y todo para que sean unos pocos elegidos los que se peguen la vida padre.
Creo que basar el progreso de una sociedad en ser más competitiva que las demás es un camino que nos puede hacer caer en una muy peligrosa trampa. Me viene ahora a la memoria el mito de Sísifo y también la escena de una de aquellas viejas películas de Tarzán, de la década de los 30 del pasado siglo, en la que el personaje protagonista, encarnado por aquel hombretón llamado Johnny Weissmüller, se planteaba una reflexión nada banal sobre la obsesión de la civilización por ganarle la partida al tiempo.
Dar por sentado que en la competitividad está la solución es aceptar la lógica de que es irremediable y necesario que unos pierdan para que otros ganen. Y contra esa lógica que nos atrapa, aunque nos resistamos, éste que les escribe, no porque vaya de bueno, iluminado o revolucionario, siente que ha de rebelarse, al menos por medio de la palabra, si no de la acción. Pensaba yo, fíjense ustedes, que la clave del progreso de la humanidad, con sus luces y sus sombras, estaba en la cooperación y la solidaridad. Pero, claro, lo mismo estoy completamente equivocado.