Parece increíble a estas alturas de la película, pero hay zonas en ciudades de los Estados Unidos donde encontrar comida sana, fresca y de calidad resulta prácticamente imposible. No es una exageración ni una afirmación hiperbólica para captar la atención del lector.
Montemos la situación e imagina vivir en una ciudad donde
el supermercado más cercano está a kilómetros de distancia y lo único que encuentras son tiendas de conveniencia. Esta es la cruda realidad para millones de estadounidenses que habitan en desiertos de comida, donde la salud pasa a un segundo plano por la falta de opciones alimentarias.
Las góndolas repletas de
snacks procesados y bebidas azucaradas se convierten en la única despensa para familias enteras, imposibilitadas de acceder a frutas frescas, verduras y alimentos nutritivos. Niños que crecen sin conocer
el sabor de una manzana recién recogida, adultos que luchan contra enfermedades crónicas relacionadas con la mala alimentación.
En estos lugares, la comida saludable no es una elección, sino un privilegio al alcance de muy pocos. Estamos hablando de los
food deserts o
desiertos de comida, áreas donde la
ausencia de supermercados y tiendas de productos frescos condena a sus habitantes a
dietas desequilibradas, basadas en productos ultraprocesados.
Los estudios apuntan a ello
Y es que un nuevo estudio sobre la obesidad y el sobrepeso en EE.UU. advierte de que si no hay cambios en las tendencias y patrones actuales,
en 2050 habrá en el país la "devastadora" cifra de 256,1 millones de personas con ese problema de salud, de ellas 43,1 millones niños y adolescentes.
En 2050, en la mayoría de los estados de EE.UU.,
se prevé que uno de cada tres adolescentes (de 15 a 24 años) y dos de cada tres adultos (de 25 años o más) serán obesos, según los resultados de la investigación publicada en la revista médica The Lancet.
La imagen idealizada de un
supermercado rebosante de frutas, verduras y opciones saludables desaparece en estas zonas. En su lugar, encontramos
tiendas de conveniencia y
gasolineras, donde los estantes están abarrotados de
refrescos azucarados,
snacks altos en grasas y productos con
mínimo valor nutricional. Para muchas personas en estas áreas, estos alimentos se convierten en la única opción diaria, una elección forzada por la
falta de transporte o la
distancia a un supermercado bien surtido.
El fenómeno de los
desiertos de comida no es casual, sino que es el resultado de una
red compleja de factores socioeconómicos y políticos.
La desigualdad económica es uno de los elementos más significativos. Los supermercados, en su búsqueda de
rentabilidad, tienden a instalarse en barrios con mayor poder adquisitivo, donde el gasto de los consumidores es más alto y los beneficios están asegurados. Como resultado, las comunidades con menores ingresos quedan relegadas, con
opciones alimentarias limitadas o inexistentes.
Además,
las políticas públicas juegan un papel crucial. Las regulaciones sobre
zonificación y las decisiones sobre dónde se permiten o incentivan nuevas tiendas de alimentos pueden
perjudicar a comunidades vulnerables.
En muchos casos, las zonas suburbanas acaparan los nuevos desarrollos comerciales, mientras que los barrios céntricos y desfavorecidos permanecen
abandonados. La falta de
inversión en infraestructura, como un
transporte público eficiente, agrava aún más el problema, ya que dificulta que las personas puedan acceder a mercados más lejanos.
Las
consecuencias de esta carencia alimentaria van más allá del hambre. Las dietas dominadas por
productos procesados aumentan significativamente el riesgo de
enfermedades crónicas como la
obesidad, la
diabetes y los problemas cardiovasculares. En los niños y adolescentes, la falta de
alimentos frescos y nutritivos impacta directamente en su desarrollo físico y cognitivo, afectando su rendimiento académico y limitando su
potencial futuro.
Pero no solo la
salud física se ve afectada; la ausencia de alimentos de calidad también golpea la
salud mental y el
bienestar general. La frustración y el estrés que provoca esta situación aumentan el sentimiento de
marginalidad y
desconexión dentro de estas comunidades. Además, vivir en un entorno donde las opciones saludables no están disponibles crea una
desigualdad alimentaria que perpetúa ciclos de pobreza y exclusión.
Ante esta realidad, surgen movimientos que buscan soluciones.
Activistas, organizaciones comunitarias y proyectos locales están luchando para
reducir los desiertos de comida.
Desde programas de
agricultura urbana, que llevan
huertos comunitarios a los centros urbanos, hasta iniciativas que buscan mejorar la
infraestructura de transporte o subvencionar la instalación de supermercados en zonas desfavorecidas, los esfuerzos son múltiples. Incluso algunas ciudades están impulsando
mercados móviles, camiones que venden productos frescos directamente en las comunidades afectadas.
En conclusión, los
food deserts son más que una simple falta de supermercados; representan un problema de
injusticia social y un reto para la
salud pública. Transformar estas áreas en territorios de
oportunidad alimentaria no solo mejorará la calidad de vida de millones de personas, sino que también será un paso crucial hacia un sistema más inclusivo y sostenible.