A mí me pone Leire Pajín
A mí me ponen los morritos de Leire Pajín tanto como a Leire Pajín le pondrá -es un suponer- el culo de Antonio Banderas o a la mujer de cualquiera le puede gustar Richard Gere.
Y un servidor es también una persona que considera que llamarle señorita a una señorita no es tratarla peyorativamente, salvo que no sea señorita y la llame así un político andaluz que sabe el sentido peyorativo que tiene la palabra, máxime cuando el político andaluz es de los que no dan puntada sin hilo. Esto es, que depende del cómo, del cuándo y del qué que se digan las cosas para que sean o no malas o buenas.
Es realmente difícil explicar cómo unas expresiones que están en la vida diaria, tanto de mujeres como de hombres, pueden llegar a desencadenar una polémica política a nivel nacional, no ya entre políticos de distintos partidos, que todo el mundo sabe que estos se pelean hasta por un charco, máxime estando las cosas como están, sino entre políticos y políticas que profesan el mismo catecismo.
Pero tiene una explicación lógica, si nos atenemos a lo que ha sido la lucha, precisamente de mujeres que están ahora en puestos principales -todavía en porcentajes muy alejados de los que manejan los hombres- por llegar a donde han llegado. No ellas particularmente, sino las mujeres en general para conseguir lo poco que han conseguido hasta ahora.
Lejos de ser una exageración, la réplica automática a unas declaraciones que como mínimo son evitables porque no aportan absolutamente nada a nadie, salvo la popularidad de un día en la portada de los periódicos que dicho sea de paso, algunos buscan intencionadamente, es un dispositivo que salta impulsado por una concienciación adquirida a lo largo de los años por esas mujeres que han abierto camino, y que lo han hecho luchando, precisamente, contra las expresiones que han sido la manifestación pública de lo que se pretende eliminar y que precisamente por su arraigo animal es tan difícil de silenciar.
Dejando a un lado episodios como los miembros y miembras de la ex ministra Bibiana Aído, un simple lapsus posiblemente fruto de la excesiva concienciación -porque la concienciación también puede ser excesiva-, el feminismo, tanto el radical como el moderado, se ha fijado mucho y con buen criterio en el uso del lenguaje como uno de los caminos para conseguir la igualdad de oportunidades.
No es difícil entender por qué una corriente de este tipo, como tantas otras, presta tanta atención a las formas cuando en muchas ocasiones, como las que comentaba al principio, se trata de expresiones que se suelen decir en la barra de un bar o en una tertulia privada cualquiera, porque por feministas que seamos los que lo somos, los morritos de Leire Pajín llaman la atención.
Es más, es fácil. El lenguaje es, ni más ni menos, lo que nos diferencia de los animales, el hilo conductor de la evolución, el que ha permitido que los conocimientos se difundan acelerando el proceso evolutivo y, posiblemente, el que nos meterá en un lío del que la Humanidad no podrá salir. Mucho más si las manifestaciones son de hombres públicos sabedores del eco que tienen sus palabras en la opinión pública. Bueno o malo.
Es pues lógico que la concienciación de la sociedad llegue a través de su manifestación más universal y en ella, las formas son el termómetro constante de lo que se consigue o no, además del vehículo para arrinconar, a fuerza de olvidarlas, las actitudes que dicen tan poco de la calidad humana que se presupone en los albores del siglo XXI. El marco legal y su adaptación a los tiempos es, obviamente, importantísimo. Pero incluso el marco legal depende de la palabra.
Otra cosa son las hormonas.
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