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El cementerio de los ingleses

El juego de las banderas

Algo me dice que media algo más que un simple juego cuando alguien está dispuesto a jugarse su puesto de trabajo por andar haciendo el tonto

Publicado: 13/07/2023 ·
09:08
· Actualizado: 13/07/2023 · 09:08
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Autor

John Sullivan

John Sullivan es escritor, nacido en San Fernando. Debuta en 2021 con su primer libro, ‘Nombres de Mujer’

El cementerio de los ingleses

El autor mira a la realidad de frente para comprenderla y proponer un debate moderado

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Supongo que muchos de ustedes conocen el juego que hoy titula esta columna. Básicamente se trata de atrapar la bandera del equipo rival a la par que se intenta evitar que los adversarios hagan lo mismo con la nuestra. Existe una versión más sangrienta y convertida en un lucrativo negocio, con muertos a uno y otro lado y al servicio de intereses a cual más espurio: la guerra. Sin embargo, hoy hablaremos de una versión más intermedia en la que falta el ánimo lúdico del juego en sí mismo, tampoco hay muertos como en la versión bélica pero sí puede convertirse en un preludio de esta última. De hecho, no se limita a las banderas sino a todo símbolo que tenga que ver con el adversario al que se pretenda derrotar.

Hoy me he levantado con un mensaje en mi móvil que me hacía llegar una noticia en la que un hombre había sido detenido por robar una bandera LGTBI que se había colocado delante del Ayuntamiento de Chiclana de la Frontera. Parece ser que se le imputará un delito de odio. Al margen de que el individuo pretendiera hacer la gracia o pudiera darse un caso de homofobia, lo cierto es que el juego de las banderas se ha desmadrado un poco. Sobre todo porque, en caso de demostrarse dicho delito de odio, la consecuencia derivada de la condena va a ser dura: según el medio que publica la noticia, ese hombre es militar y una sentencia por delito doloso supondría su expulsión. Algo me dice que media algo más que un simple juego cuando alguien está dispuesto a jugarse su puesto de trabajo por andar haciendo el tonto.

A veces no es necesario perseguir bandera alguna ni símbolo (el que sea) para enarbolar el estandarte del odio. Hace un par de días, dos chicas eran increpadas en Alicante por grabar un simple vídeo. En él, según las imágenes que se han podido ver, simplemente se mostraban amor frente a la cámara. Sin embargo, parece ser que a una vecina le molestaba que dos chicas mostraran su amor, lo grabaran y pretendieran difundirlo a tenor de sus palabras: "para que os vean magrearos" y "se lo mandas a tu madre, bonita" fueron sólo algunas joyas de las que la vecina vomitó a las dos jóvenes. Más allá de las obvias conclusiones que se pueden sacar de esto, no sé quién se creería esa señora para echar de allí a la pareja, dado que la calle es de todo el mundo y no estaba ocurriendo nada que mereciera una llamada de atención.

La usurpación de símbolos es un fenómeno viejo. Ya se utilizaba en el siglo pasado, por ejemplo con la adición del término socialista a la denominación del partido nazi alemán. Aparte de ser una forma de confusión hacia la opinión pública, es una manera de burlarse del adversario. Tanto es así que hoy tenemos un partido político que usurpó el término popular de aquel Frente de la Segunda República contra el que se dio el golpe de estado en 1936 en nuestro país (si se hubieran puesto Ya hemos pasado, como cantaba Celia Gámez, habría sido muy descarado ya). Como ven, es una versión más amplia del juego de las banderas, ya que no hay que atrapar ninguna tela de colores para tratar de infligir una derrota al equipo rival. En ocasiones, incluso, se busca imponerse a un sector dentro del propio equipo usurpando para sí los símbolos que son de todos.

Sin ir más lejos, es lo que hace un sector para confrontar a los españoles (término común para todos los que ostentan la nacionalidad de nuestro país) con colectivos de personas también españolas pero que son rechazadas por quien usurpa lo de todos. "Los españoles contra las feministas", "los españoles contra los inmigrantes", "los españoles contra el lobby gay" y otras memeces son lo que se oye decir a quienes tratan de imponer su concepto de España: una suerte de nacionalcatolicismo heteronormativo para quienes ateos, feministas, creyentes de otros credos, inmigrantes o pensadores de otras ideologías no encajamos. Para ellos, los que queremos una España abierta, alejada del machismo, inclusiva y con justicia social debemos ser de Burkina Fasso.

Como en todo juego, hay jugadores tan torpes que por tal de ganar tratan de atrapar la bandera o usurpar los símbolos de los equipos más execrables que compiten entre sí. Eso lo hemos visto con el reciente aborto sufrido por Díaz Ayuso. Una cosa es que se difiera ideológicamente, que genere animadversión por su gestión a favor de los mismos de siempre o por aquellos protocolos que dejaron morir de forma indigna a más de 7.000 ancianos en lo peor de la pandemia. Pero otra, muy diferente, es que ahora se vaya a usurpar la bandera de los que se alegraron del acoso a una familia durante un año en Galapagar o usan a las víctimas de ETA para ganar votos y financiarse a través de tramas poco claras. Si para ganar un juego hay que perder la identidad del propio equipo, se sufre la derrota como si te hubieran quitado tus símbolos o bandera. Sigan jugando, si quieren, a este juego que nadie va a ganar. Yo paso.

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