Siempre que salía de lo que abreviadamente se conocía en Jaén como Artes y Oficios, adonde con asiduidad asistía cada semana a mis clases vespertinas, giraba hacia la derecha y subía la cuesta de la calle Los Ángeles. Al llegar a todo lo alto volvía a girar a la derecha, dejando atrás al Arco San Lorenzo, y emprendía el recorrido por la calle Almendros Aguilar en dirección a San Juan y La Magdalena en busca de mi casa, que se encontraba a mitad de camino entre ambas iglesias, en la calle Peñuelas. Ese recorrido me obligaba a pasar por lo que fue el refugio antiaéreo, justo a la espalda de mi escuela y bajo la plaza de Santiago. Lo normal era que al pasar por allí rememorara las historias que los mayores de mi barrio me contaran años atrás, y con esas historias en la cabeza iba recorriendo el camino. Lo que a principios y a finales de curso hacía de día se convertía en noche el resto del tiempo. Esa circunstancia añadía sensaciones particulares a mi recorrido, tanto que, lo que empezó presentándose como simples rememoraciones de historias contadas, se fue convirtiendo en algo más que eso. Una lluviosa tarde de diciembre, al salir de la escuela, emprendí mi camino habitual, mi carpeta y mis carboncillos protegidos entre el chubasquero y mi sudadera y apretados contra mi pecho. Aparte del pausado sonido de las gotas de lluvia sobre el pavimento y sobre la capucha que llevaba puesta, se respiraba un silencio estremecedor, agravado por la oscuridad que ya invadía la casi noche. Todo parecía estar detenido. Por la calle, ni un alma. Y he aquí que, al pasar por la acera que linda con el refugio antiaéreo, escuché lo que me pareció un lamento. Embutido como estaba dentro de mi chubasquero y encorvado como iba con la mirada hacia el suelo para protegerme aún más de la lluvia, eso que tan súbitamente oí como dejé de escuchar me puso en alerta e hizo que ralentizara mis pasos para percibir mejor los sonidos que llegaran a mí, si es que estos llegaran a producirse. Y se produjeron. A través de las aberturas que comunican el refugio con el exterior, que se encuentran justo a la altura de la acera y protegidas con una celosía metálica de persiana, pude escuchar, ahora con mayor nitidez, el leve y tenue lamento de un niño como si hubiera querido empezar a llorar. Pero el silencio volvió a la escena y quedé inmóvil mirando a la reja de donde, ahora ya con presumida seguridad, había oído el lamento. Sí. Era eso. No podía ser otra cosa. Volví a estrechar mi carpeta y mis carboncillos contra mi corazón y noté que sus latidos y mi respiración se habían acelerado. Fui hasta la entrada del subterráneo y observé que la puerta estaba cerrada y el silencio reinaba en su interior. Solo la lluvia y nada más. ¿Realmente había escuchado lo que creí escuchar? ¿O fue solamente eso, que lo creí? En ese desasosiego, casi mecánicamente y como empujado por una tenaz fuerza que movía y guiaba mis pies, volví sobre mis pasos. Me descubrí la cabeza. Ya no me importaba que la lluvia mojara mi cabellera. Lentamente me incliné para acercar mi oído a la reja del ventanuco y concentrar toda mi atención en lo que pudiera salir por las estrechas rendijas que dejaban las láminas horizontales de hierro que componían la celosía. El agua comenzaba a chorrearme por detrás de las orejas y a gotearme por los extremos de mis cejas amenazando con inundarme los ojos. Pero no quise realizar movimiento alguno. Quería estar tan atento como me fuera posible; lo mismo que un gato cuando tiene a la vista una presa. Y, estando en esas, se produjo una vez más lo que esperaba y temía. Un nuevo y sobrecogedor lamento penetró por mis oídos e hizo estremecer hasta las más pequeñas coyunturas de mis huesos. En ese momento me vinieron, más vivas que nunca, las historias que había oído. Pero también me vino otra historia que mi abuela me contaba de niño para meterme el miedo en el cuerpo y que en más de una noche me impidió conciliar el sueño: la del Padre Canillas y el Arco San Lorenzo. No pude evitar levantar la vista, ya casi enturbiada por el agua de la lluvia, y dirigirla hacia lo que tenía enfrente de mí: El Arco. Lo que vi allí a lo lejos me heló la sangre y me dejó sin respiración. No era el Padre Canillas. Una mujer vestida con túnica de un blanco resplandeciente sostenía a un niño semidesnudo en sus brazos extendidos hacia mí en actitud de ofrecimiento y, como movida por el viento, se iba acercando hacia donde yo me encontraba. Y entonces, lleno ya de pavor por todo mi cuerpo, no hice otra cosa que salir corriendo en dirección a mi casa sin reparar en charcos ni en que mi carpeta, mis trabajos y mis carboncillos se habían quedado por el camino. Nunca se lo conté a nadie por temor a que me tomaran por loco, ni nunca quise volver a pasar por ahí. Nunca, hasta hoy en que, acompañando a una pareja amiga en una de esas visitas guiadas que promueve el Ayuntamiento, he entrado por primera vez en mi vida a lo que fuera en su tiempo la sacristía de la iglesia de San Lorenzo, hoy solo Arco de San Lorenzo. Apoyado en uno de sus muros y atento a las explicaciones de nuestra guía, justo al lado de la estrecha ventana ojival que mira hacia la calle Maestra Alta, que te conduce a la iglesia de La Merced, vi dibujado, como en papel ingres, un bebé semidesnudo como aquel que llevaba la mujer de mi aparición. Lentamente me fui desplazando hacia él para verlo más de cerca. Sin duda era el niño que vi. En la base del dibujo venía escrito mi nombre.
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